domingo, 28 de abril de 2013

Más que deso.... ( Sònia Llinares)


Después de varias semanas de soledad en el sendero, mi curiosidad estaba mitigada. Apenas me venía a la mente las vistas nocturnas de los meses pasados.
El último viernes del mes de Noviembre, cuando salí al aljibe a por agua para  fregar los cacharros de la cena, volví a ver la liviana luz alejarse por el sendero.
Llamé a Julia. Le pedí por favor que me encubriera, si en casa preguntaban por mí.
Al acercarnos a la diminuta casa de cristales el señorito Camilo apretó el paso, yo intenté seguirle pero tropecé con una raíz que las prisas no me dejaron ver. La luz se paró. Volvió unos pasos hacia atrás. Me mantuve en silencio, inmóvil y rezándole a Dios para que volviera a retomar su camino. Por allá arriba deben de tener esperanzas puestas en mí porque la luz emprendió de nuevo el camino. La música hacia rato que se oía. A medida que me acercaba podía oír también las risas.
Esperé a que entrase a la casa y cerrase la puerta antes de acercarme a los ventanales. No quería que nadie me descubriese.

¡¡Dios bendito!! No podía creer lo que estaban viendo. Mi cerebro no podía asimilar las imágenes que mis ojos le enviaban. Por aquel entonces no estaba preparado.

En el salón había varias mujeres con una apariencia moralmente poco recomendable. Sus cabellos eran tan exageradamente cortos que dejaban al desnudo sus delicadas y estiradas nucas. Sus ojos negros sobrepasaban el exceso, enmarcados en unas casi imperceptibles cejas semicirculares y como contrapunto esos labios… tan rojos. Algo tan exagerado que muy al contrario de agradarme me producía repugnancia.

Muy a juego  con sus vulgares caras iban sus perfilados cuerpos. Apenas vestidas con unos corsés palabra de honor de encaje barato, de los que hacía tiempo que ya no se encontraban ni en las tiendas de tres al cuarto, de esos que realzaban los pechos hasta incluirlos en la exuberancia.
Corsés totalmente desconocidos para las mujeres de clase acomodada.
Las piernas introducidas en unas asequibles medias de seda sintéticas se estilizaban gracias a los tacones de vértigo en los que tenían empotrados sus delgados y diminutos pies.

Realmente su aspecto, analizado por partes, era chabacano, vulgar, falto de clase y estilo, pero en conjunto desprendía provocación, incitaba a descubrir la parte más carnal.

Tan ensimismada estaba que no fui consciente de los ojos que me observaban.

-    ¿Quieres entrar? – era la suave voz de Don Camilo.

Su respiración chocaba contra mi cuello, entonces inspiré. Sin quererlo pero con las mandíbulas apretadas inspiré fuerte. Me excité. Mis muslos se apretaron involuntariamente y en ese preciso instante una ráfaga de sensatez me hizo ver que iba a perder el control.
Me asusté de lo que sentía. Di un salto hacía atrás. Él puso sus firmes manos en mi cintura, acercó sus labios a los míos y cuando el roce iba a ser inminente él decantó su cara, su piel rozó mis labios. Mi cuerpo volvió a ser invadido por un escalofrío. Mi cuerpo necesitaba quedarse pero mi mente, la parte más prudente de mí me impulsó a correr, correr sin mirar atrás, ni mirar al suelo, sorteando los obstáculos, todavía no se muy bien como pero corrí tan rápido que conseguí llegar a casa sin un rasguño, sin aliento pero con las mejillas tan ardientes que tuve que esperar un poco a que todo se normalizaran antes de entrar en casa, para no levantar sospecha.

jueves, 11 de abril de 2013

Als meus avis. (Sònia Llinares)


Gràcies per haver-vos conegut, enamorat i amat
Gràcies per haver creat vida, perquè d'eixa vida , forme part jo
Gràcies per haver-vos volgut i per haver-vos deixat voler
Gràcies, perquè només es viu una vegada i hem sigut companys de viatge
Gràcies per les vostres abraçades i besades,
Gràcies per haver existit  gracies  i  fins que ens tornem a trobar.
                                                          
                                                                                 

domingo, 7 de abril de 2013

EL TRATO. (Sònia Llinares)


Toc, toc, toc…
Suaves pero firmes, sonaron los tres golpes que Pepe “el Moreno”, zorro negociante de profesión, le propino a la puerta del molino de Don Gregorio Verdú.
Aunque el reloj marcaba más de medianoche, desde el interior, la respuesta no se hizo esperar.
-   ¿Quién anda?
-   D. Gregorio soy el Moreno, le pido perdón por las deshoras.
El molinero al conocer la voz, a su mujer le casi ordenó:
-   Abre mujer, ¡aligera!, que se nos enfría el ratero.
La esposa Mercedes, mujer para el molinero, iba languideciendo a cada paso que dirigía hacia la puerta y no era por la inoportunidad de la hora, sino más bien, por la inesperada figura que tras el portón zarauz se iba a encontrar.
-      Buenas noches Dña. Mercedes – Le dijo el tratante al abrir la puerta.
-      Buenas noches nos de Dios – contestó la molinera. Que no levantó la mirada, para evitar así, encontrarse con la pícara sonrisa que el viejo zorro, seguramente, le tendría preparada.
Mientras cerraba la puerta, Mercedes, no podía dejar de pensar que había habido algo en el saludo del comerciante Moreno, que le había sonado con cierto retintín.
El molinero le esperaba en la estancia central de la casa, habitáculo que hacía al mismo tiempo función de cocina, de comedor, de despacho de negocios o de sala de espera para los clientes, que esperaban a que las muelas del molino, convirtieran los granos de trigo en harina.
Polvo blanco que calmaría los rugidos de algún que otro estómago famélico, después de haber sido amasada y pasada por el horno.
-      Buenas noches, Pepe. Acércate y toma asiento, arrímate a la lumbre y dime. ¿A que se debe tanto honor?
- Como el ama Mercedes… ya sabe… el pasado lunes estuve aquí y descargué tres mulas de trigo. Como de costumbre a primeros de mes. Al no estar usted, su amante esposa no me pudo abonar los reales que se me adeudaban y ante la necesidad del cereal en el molino y por los años que llevamos haciendo negocio, accedí, sin que sirva de precedente, a dejar el grano y volver hoy a por los setenta y ocho reales de la materia prima.
-      Conforme y agradecido - Dijo el molinero orgulloso de tanta confianza.
-      ¡Mujer! sírvele una buena taza de achicoria, que tan  preciada es para los estómagos sufridos como el suyo, mientras yo voy a por su deuda.
En un abrir y cerrar de ojos el molinero volvió a la estancia con una bolsa que al raposo le sonaba como arpas celestiales.
-      … setenta y siete, setenta y ocho y con estas dos más cuenta redonda, porque mi padre me enseñó que: “es de bien nacidos el ser agradecidos”.
-      Muchas gracias Don Gregorio. Cuanta gratitud, me siento más que preciado de contar con su amistad y con la de su esposa Mercedes, por supuesto.
La Molinera hacía rato que observaba. Lo hacía en silencio. Sin pronunciar palabra. Sólo contemplaba lo que en su propia cocina estaba acaeciendo, sin poder dar crédito a tan gran despropósito.
-      Hasta el próximo mes entonces – dijo el molinero mientras le acompañaba a la puerta de salida.
-      Si Dios quiere, Don Gregorio. Despídame de su esposa, que no vaya a creer que soy descortés.

(Una semana antes a las puertas del molino…)
                        
-      ¡Ah, del molino! ¿Hay alguien ahí?
El portón se abrió y apareció una molinera Mercedes muy diferente a la que el comerciante estaba acostumbrado a ver.
Los rizos de color fuego caían desobedientes y sublevados sobre los hombros desnudos. Mientras, sus manos, asidas a la cintura de una bata semitransparente, intentaban esconder sin éxito, el cuerpo desnudo del ama Mercedes.
-      Buenos días, Pepe, que temprano llega usted hoy. El molinero Gregorio no está. Salió ayer tarde hacia la ciudad, hasta el próximo jueves no volverá y…no tengo cuartos ni reales para abonar el grano.
-      Pues aquí estoy como cada primero de mes, con la carga de tres mulas. ¿Qué hacemos ahora?
Pepe, el Moreno, fingía serenidad mientras su miembro, erecto, parecía tener vida propia.
-      Descargue, Pepe. Descargue las mulas y pasemos dentro que segura estoy que encontraremos solución a tan inesperada contrariedad.
En apenas quince minutos el grano estaba en el almacén y las mulas descansando en el establo.
Una vez ya, los dos en el interior, dio comienzo la negociación.
-      Moreno, dinero no tengo, pero si te conviene el trato que te voy a proponer nos olvidamos de los reales y aquí se cierra el negocio.
La molinera recatada, callada y sumisa que tenia por costumbre recibir y tratar con los clientes en presencia de su marido, nada tenia que ver con la molinera Mercedes que estaba sentada frente al fuego, con las manos encima de la mesa, permitiendo así, que su bata se moviese con plena libertad, dejando al descubierto los placeres de los que gozaba cada noche el dueño del negocio.
- Moreno, te ofrezco mi cuerpo, que se que deseas, como pago del trigo de las tres mulas. ¿Te hace el trato?
El negociante, atónito e incrédulo por la inesperada situación se apresuró a afirmar:
- Empecemos pues, que el que paga descansa y el que cobra más.
Y así, de esta manera, sobre una de las muelas más grandes del negocio, comerciante y molinera fusionaron sus cuerpos desnudos, una vez tras otra hasta saldar la deuda.

El resto de lo acontecido ya lo conocen ustedes.

martes, 2 de abril de 2013

La ley del Talion (Sònia LLinares)

Isabela de Laserre viuda de Decrois, como hija de buena y noble familia que era, jamás se habría atrevido a alzarle la voz, ni siquiera a llevarle la contraria, a su degenerado y autoritario esposo. Pero ahora, sonreía.
Con apenas cuatro años de edad su matrimonio con el Marqués de Ferrara fue acordado, posteriormente firmado, lacrado y guardado hasta que llegase el doce de Mayo de 1786.  Día en el que Isabela de Laserre con apenas trece años recién cumplidos sería vestida de blanco y entregada en santo matrimonio ante los ojos de Dios a D. Jaques Decrois, Marques de Ferrara.
Desde ese día doce transcurrirían muchos días doce más. Quizás demasiados.
El nacimiento de su cuarto hijo coincidiría en un día doce y aunque esto no le haría olvidar lo desgraciada que era. Sería cierto que, desde ese momento miraría esa cifra, con otros ojos.
Los lechos que calentaba su libertino esposo eran tratados como verdaderas heroicidades entre el populacho más próximo.
Por todos era sabido la Ley del Marqués de Ferrara: una vela encendida en la ventana si el astado esposo hubiese regresado antes de lo esperado.
Isabela haciendo gala de lo gran dama que era y a pesar del dolor sufrido durante años, por los “malos hábitos” que su cónyuge le regaló, jamás lloraría en público, ni delante de su doncella ni con su dulce haya Noé.
Soportaría las habladurías y las miradas compasivas con las que la recibirían en meriendas y reuniones de la alta alcurnia condal, con sonrisas y palabras de agradecimiento hacia los anfitriones.
Un día cinco, de un mes cualquiera, tomaría una decisión: el siguiente día doce pondría fin a tanta tristeza. El inmediato día doce la vida de todos empezaría a cambiar.
El galeno de la región, maestro de Isabela en el ejercicio de las múltiples aplicaciones  que nos ofrecían la botánica y conocedor de la misma como pocos, sería quien la experimentaría en el trato con la mandrágora.
Calcularía con exactitud cuando su flamante esposo, tan sabio cultivador en placeres corporales como gran desconocedor de la flora condal, iniciaría contacto con tan mortífera flor.
Las alucinaciones marcarían el inicio del fin y ella no querría perderse tan “mágico” espectáculo.
Esperaría ocho horas antes de aumentar el contacto. Con dicho incremento las alucinaciones se convertirían en mareos y a continuación vendrían los vómitos. Este sería el momento preciso, para poner en práctica los ejercicios de seducción que durante mucho tiempo estuvo aprendiendo y perfeccionando. Era una frivolidad que ella se permitiría para la ocasión.
Sabiéndose  experta del carácter ególatra de su marido,  aprovecharía para convencerle de que las propiedades de tan bello vegetal eran inmensas. Tan incalculables, que tan solo aumentando su manipulación, acabaría con tanto malestar y tanto sufrimiento en un abrir y cerrar de ojos. No mentiría. No era propio de una dama. No era propio de ella.
Con suma delicadeza prepararía un ungüento que colocaría en frente, espalda y tobillos con la única intención de aliviar o poner fin a tanto dolor. Pronto sus débiles latidos empezarían a disminuir. En poco segundos su fogoso corazón dejaría de latir.
La doncella y el haya Noé, aunque sorprendidas por tanto desconsuelo, no la dejarían sola durante las que serían sus últimas horas de desposada, a excepción, claro está, de los diez minutos que su ama y señora les pediría para despedirse como es debido de su amado esposo.
Desde la sala aledaña, donde se encontrarían los parientes y personal del servicio, se podrían oír los sollozos de la casi inmediata viuda Isabela. Mientras tanto, ella, abrazada al cuerpo, ahora inerte, de su esposo, aprovecharía para cambiarle la cataplasma que en la espalda llevaba. Evitando así cualquier sorpresa de última hora.
Más que Duelo, luto. Luto riguroso sería el que le acompañaría el resto de sus, ya, felices días.
Cada día doce de cada mes Isabela Decrois, viuda del marqués de Ferrara, mandaría encender una vela blanca en cada ventana de la casa. Por si fuesen ciertas las habladurías de púlpito que afirmaban que desde el cielo todo se sabe y todo se ve.
Por si eso fuese cierto, desde el cielo, que no se molestasen en volver.