Después de varias semanas de soledad en el sendero, mi
curiosidad estaba mitigada. Apenas me venía a la mente las vistas nocturnas de
los meses pasados.
El último viernes del mes de Noviembre, cuando salí al
aljibe a por agua para fregar los
cacharros de la cena, volví a ver la liviana luz alejarse por el sendero.
Llamé a Julia. Le pedí por favor que me encubriera, si en
casa preguntaban por mí.
Al acercarnos a la diminuta casa de cristales el señorito
Camilo apretó el paso, yo intenté seguirle pero tropecé con una raíz que las
prisas no me dejaron ver. La luz se paró. Volvió unos pasos hacia atrás. Me
mantuve en silencio, inmóvil y rezándole a Dios para que volviera a retomar su
camino. Por allá arriba deben de tener esperanzas puestas en mí porque la luz
emprendió de nuevo el camino. La música hacia rato que se oía. A medida que me
acercaba podía oír también las risas.
Esperé a que entrase a la casa y cerrase la puerta antes
de acercarme a los ventanales. No quería que nadie me descubriese.
¡¡Dios bendito!! No podía creer lo que estaban viendo. Mi
cerebro no podía asimilar las imágenes que mis ojos le enviaban. Por aquel
entonces no estaba preparado.
En el salón había varias mujeres con una apariencia
moralmente poco recomendable. Sus cabellos eran tan exageradamente cortos que
dejaban al desnudo sus delicadas y estiradas nucas. Sus ojos negros
sobrepasaban el exceso, enmarcados en unas casi imperceptibles cejas
semicirculares y como contrapunto esos labios… tan rojos. Algo tan exagerado
que muy al contrario de agradarme me producía repugnancia.
Muy a juego con
sus vulgares caras iban sus perfilados cuerpos. Apenas vestidas con unos corsés
palabra de honor de encaje barato, de los que hacía tiempo que ya no se
encontraban ni en las tiendas de tres al cuarto, de esos que realzaban los
pechos hasta incluirlos en la exuberancia.
Corsés totalmente desconocidos para las mujeres de clase
acomodada.
Las piernas introducidas en unas asequibles medias de
seda sintéticas se estilizaban gracias a los tacones de vértigo en los que
tenían empotrados sus delgados y diminutos pies.
Realmente su aspecto, analizado por partes, era
chabacano, vulgar, falto de clase y estilo, pero en conjunto desprendía
provocación, incitaba a descubrir la parte más carnal.
Tan ensimismada estaba que no fui consciente de los ojos
que me observaban.
-
¿Quieres entrar? – era la suave
voz de Don Camilo.
Su respiración chocaba contra
mi cuello, entonces inspiré. Sin quererlo pero con las mandíbulas apretadas
inspiré fuerte. Me excité. Mis muslos se apretaron involuntariamente y en ese
preciso instante una ráfaga de sensatez me hizo ver que iba a perder el
control.
Me asusté de lo que sentía. Di
un salto hacía atrás. Él puso sus firmes manos en mi cintura, acercó sus labios
a los míos y cuando el roce iba a ser inminente él decantó su cara, su piel
rozó mis labios. Mi cuerpo volvió a ser invadido por un escalofrío. Mi cuerpo
necesitaba quedarse pero mi mente, la parte más prudente de mí me impulsó a
correr, correr sin mirar atrás, ni mirar al suelo, sorteando los obstáculos,
todavía no se muy bien como pero corrí tan rápido que conseguí llegar a casa
sin un rasguño, sin aliento pero con las mejillas tan ardientes que tuve que
esperar un poco a que todo se normalizaran antes de entrar en casa, para no
levantar sospecha.