domingo, 7 de febrero de 2016

   Mi Talismán

Sentado  ante la lumbre. Sobre  el viejo sillón  de terciopelo verde me incliné y mientras cogía el atizador mi mente ya estaba, otra vez, lejos de aquí.
-¡Ricardo!... ¡Ricardo!
- Voy mamá.
- Anda guarda los malditos cromos de fútbol y acaba la merienda.
- Si mamá.
Su voz sonaba cada vez más cerca de mí.
_ Como continúes con esa lentitud oscurecerá y no tendrás tiempo de salir a la calle con tus canicas.
Me susurró  esta vez mi madre mientras sus labios me inundaban el cuello de besos y me repetía.
-     Eres mi talismán. Mi pequeño. Mi portador de buena suerte.
-     ¡Mamaaaa!. Ya no soy tan pequeño. Y no soy ningún talismán. Soy una persona.
Mientras yo fruncía el ceño los labios de mi madre dibujaban esa sonrisa que tanto conocía.

Recogí la bandeja de la merienda, lo puse todo en el fregadero y…
-     Mama me voy a jugar.
-     Ricardo antes de las ocho en casa. Ya sabes que a esa hora llega tu padre y no le gusta que estés en la calle.
-     Si mamá.
Mi amigo Luis nos había dado plantón toda la semana. Su padre, en uno de sus últimos viajes le había traído unas canicas de mármol que me tenían loco por conseguirlas.  

Tal vez, hoy saldría.

Héctor ya estaba en la calle. Estaba perfeccionando el güa. Su bolsa de canicas era la más grande de los tres, era con toda seguridad el mejor jugador de todo el colegio.

-     ¿Y Luis hoy tampoco viene?...

El crepitar del fuego me sacó de mis recuerdos. Me hizo volver a la actualidad. Al hoy. Al presente  que me desvertebraba el cuerpo. Al áspero pincel que me pintaba el alma del más negro de los negros.
Quizás  hoy, sea  el día más triste de mi vida.

Treinta y cinco años después, su pequeño. Su portador de buena suerte. Su talismán ,estaba sumergido en la más dura  de las tristezas al tener que hacer realidad su último deseo: hacer que sus cenizas volasen libres  junto a la brisa del mar Mediterráneo.


Miré la vieja foto mientras lágrimas silenciosas recorrían mis mejillas. “Mi talismán” escrito con letras grandes en el centro de la tarta y diez velas que lo rodeaban a modo de corona. Mi madre, con sus labios hundidos en mi cuello y yo.

domingo, 28 de abril de 2013

Más que deso.... ( Sònia Llinares)


Después de varias semanas de soledad en el sendero, mi curiosidad estaba mitigada. Apenas me venía a la mente las vistas nocturnas de los meses pasados.
El último viernes del mes de Noviembre, cuando salí al aljibe a por agua para  fregar los cacharros de la cena, volví a ver la liviana luz alejarse por el sendero.
Llamé a Julia. Le pedí por favor que me encubriera, si en casa preguntaban por mí.
Al acercarnos a la diminuta casa de cristales el señorito Camilo apretó el paso, yo intenté seguirle pero tropecé con una raíz que las prisas no me dejaron ver. La luz se paró. Volvió unos pasos hacia atrás. Me mantuve en silencio, inmóvil y rezándole a Dios para que volviera a retomar su camino. Por allá arriba deben de tener esperanzas puestas en mí porque la luz emprendió de nuevo el camino. La música hacia rato que se oía. A medida que me acercaba podía oír también las risas.
Esperé a que entrase a la casa y cerrase la puerta antes de acercarme a los ventanales. No quería que nadie me descubriese.

¡¡Dios bendito!! No podía creer lo que estaban viendo. Mi cerebro no podía asimilar las imágenes que mis ojos le enviaban. Por aquel entonces no estaba preparado.

En el salón había varias mujeres con una apariencia moralmente poco recomendable. Sus cabellos eran tan exageradamente cortos que dejaban al desnudo sus delicadas y estiradas nucas. Sus ojos negros sobrepasaban el exceso, enmarcados en unas casi imperceptibles cejas semicirculares y como contrapunto esos labios… tan rojos. Algo tan exagerado que muy al contrario de agradarme me producía repugnancia.

Muy a juego  con sus vulgares caras iban sus perfilados cuerpos. Apenas vestidas con unos corsés palabra de honor de encaje barato, de los que hacía tiempo que ya no se encontraban ni en las tiendas de tres al cuarto, de esos que realzaban los pechos hasta incluirlos en la exuberancia.
Corsés totalmente desconocidos para las mujeres de clase acomodada.
Las piernas introducidas en unas asequibles medias de seda sintéticas se estilizaban gracias a los tacones de vértigo en los que tenían empotrados sus delgados y diminutos pies.

Realmente su aspecto, analizado por partes, era chabacano, vulgar, falto de clase y estilo, pero en conjunto desprendía provocación, incitaba a descubrir la parte más carnal.

Tan ensimismada estaba que no fui consciente de los ojos que me observaban.

-    ¿Quieres entrar? – era la suave voz de Don Camilo.

Su respiración chocaba contra mi cuello, entonces inspiré. Sin quererlo pero con las mandíbulas apretadas inspiré fuerte. Me excité. Mis muslos se apretaron involuntariamente y en ese preciso instante una ráfaga de sensatez me hizo ver que iba a perder el control.
Me asusté de lo que sentía. Di un salto hacía atrás. Él puso sus firmes manos en mi cintura, acercó sus labios a los míos y cuando el roce iba a ser inminente él decantó su cara, su piel rozó mis labios. Mi cuerpo volvió a ser invadido por un escalofrío. Mi cuerpo necesitaba quedarse pero mi mente, la parte más prudente de mí me impulsó a correr, correr sin mirar atrás, ni mirar al suelo, sorteando los obstáculos, todavía no se muy bien como pero corrí tan rápido que conseguí llegar a casa sin un rasguño, sin aliento pero con las mejillas tan ardientes que tuve que esperar un poco a que todo se normalizaran antes de entrar en casa, para no levantar sospecha.

jueves, 11 de abril de 2013

Als meus avis. (Sònia Llinares)


Gràcies per haver-vos conegut, enamorat i amat
Gràcies per haver creat vida, perquè d'eixa vida , forme part jo
Gràcies per haver-vos volgut i per haver-vos deixat voler
Gràcies, perquè només es viu una vegada i hem sigut companys de viatge
Gràcies per les vostres abraçades i besades,
Gràcies per haver existit  gracies  i  fins que ens tornem a trobar.
                                                          
                                                                                 

domingo, 7 de abril de 2013

EL TRATO. (Sònia Llinares)


Toc, toc, toc…
Suaves pero firmes, sonaron los tres golpes que Pepe “el Moreno”, zorro negociante de profesión, le propino a la puerta del molino de Don Gregorio Verdú.
Aunque el reloj marcaba más de medianoche, desde el interior, la respuesta no se hizo esperar.
-   ¿Quién anda?
-   D. Gregorio soy el Moreno, le pido perdón por las deshoras.
El molinero al conocer la voz, a su mujer le casi ordenó:
-   Abre mujer, ¡aligera!, que se nos enfría el ratero.
La esposa Mercedes, mujer para el molinero, iba languideciendo a cada paso que dirigía hacia la puerta y no era por la inoportunidad de la hora, sino más bien, por la inesperada figura que tras el portón zarauz se iba a encontrar.
-      Buenas noches Dña. Mercedes – Le dijo el tratante al abrir la puerta.
-      Buenas noches nos de Dios – contestó la molinera. Que no levantó la mirada, para evitar así, encontrarse con la pícara sonrisa que el viejo zorro, seguramente, le tendría preparada.
Mientras cerraba la puerta, Mercedes, no podía dejar de pensar que había habido algo en el saludo del comerciante Moreno, que le había sonado con cierto retintín.
El molinero le esperaba en la estancia central de la casa, habitáculo que hacía al mismo tiempo función de cocina, de comedor, de despacho de negocios o de sala de espera para los clientes, que esperaban a que las muelas del molino, convirtieran los granos de trigo en harina.
Polvo blanco que calmaría los rugidos de algún que otro estómago famélico, después de haber sido amasada y pasada por el horno.
-      Buenas noches, Pepe. Acércate y toma asiento, arrímate a la lumbre y dime. ¿A que se debe tanto honor?
- Como el ama Mercedes… ya sabe… el pasado lunes estuve aquí y descargué tres mulas de trigo. Como de costumbre a primeros de mes. Al no estar usted, su amante esposa no me pudo abonar los reales que se me adeudaban y ante la necesidad del cereal en el molino y por los años que llevamos haciendo negocio, accedí, sin que sirva de precedente, a dejar el grano y volver hoy a por los setenta y ocho reales de la materia prima.
-      Conforme y agradecido - Dijo el molinero orgulloso de tanta confianza.
-      ¡Mujer! sírvele una buena taza de achicoria, que tan  preciada es para los estómagos sufridos como el suyo, mientras yo voy a por su deuda.
En un abrir y cerrar de ojos el molinero volvió a la estancia con una bolsa que al raposo le sonaba como arpas celestiales.
-      … setenta y siete, setenta y ocho y con estas dos más cuenta redonda, porque mi padre me enseñó que: “es de bien nacidos el ser agradecidos”.
-      Muchas gracias Don Gregorio. Cuanta gratitud, me siento más que preciado de contar con su amistad y con la de su esposa Mercedes, por supuesto.
La Molinera hacía rato que observaba. Lo hacía en silencio. Sin pronunciar palabra. Sólo contemplaba lo que en su propia cocina estaba acaeciendo, sin poder dar crédito a tan gran despropósito.
-      Hasta el próximo mes entonces – dijo el molinero mientras le acompañaba a la puerta de salida.
-      Si Dios quiere, Don Gregorio. Despídame de su esposa, que no vaya a creer que soy descortés.

(Una semana antes a las puertas del molino…)
                        
-      ¡Ah, del molino! ¿Hay alguien ahí?
El portón se abrió y apareció una molinera Mercedes muy diferente a la que el comerciante estaba acostumbrado a ver.
Los rizos de color fuego caían desobedientes y sublevados sobre los hombros desnudos. Mientras, sus manos, asidas a la cintura de una bata semitransparente, intentaban esconder sin éxito, el cuerpo desnudo del ama Mercedes.
-      Buenos días, Pepe, que temprano llega usted hoy. El molinero Gregorio no está. Salió ayer tarde hacia la ciudad, hasta el próximo jueves no volverá y…no tengo cuartos ni reales para abonar el grano.
-      Pues aquí estoy como cada primero de mes, con la carga de tres mulas. ¿Qué hacemos ahora?
Pepe, el Moreno, fingía serenidad mientras su miembro, erecto, parecía tener vida propia.
-      Descargue, Pepe. Descargue las mulas y pasemos dentro que segura estoy que encontraremos solución a tan inesperada contrariedad.
En apenas quince minutos el grano estaba en el almacén y las mulas descansando en el establo.
Una vez ya, los dos en el interior, dio comienzo la negociación.
-      Moreno, dinero no tengo, pero si te conviene el trato que te voy a proponer nos olvidamos de los reales y aquí se cierra el negocio.
La molinera recatada, callada y sumisa que tenia por costumbre recibir y tratar con los clientes en presencia de su marido, nada tenia que ver con la molinera Mercedes que estaba sentada frente al fuego, con las manos encima de la mesa, permitiendo así, que su bata se moviese con plena libertad, dejando al descubierto los placeres de los que gozaba cada noche el dueño del negocio.
- Moreno, te ofrezco mi cuerpo, que se que deseas, como pago del trigo de las tres mulas. ¿Te hace el trato?
El negociante, atónito e incrédulo por la inesperada situación se apresuró a afirmar:
- Empecemos pues, que el que paga descansa y el que cobra más.
Y así, de esta manera, sobre una de las muelas más grandes del negocio, comerciante y molinera fusionaron sus cuerpos desnudos, una vez tras otra hasta saldar la deuda.

El resto de lo acontecido ya lo conocen ustedes.

martes, 2 de abril de 2013

La ley del Talion (Sònia LLinares)

Isabela de Laserre viuda de Decrois, como hija de buena y noble familia que era, jamás se habría atrevido a alzarle la voz, ni siquiera a llevarle la contraria, a su degenerado y autoritario esposo. Pero ahora, sonreía.
Con apenas cuatro años de edad su matrimonio con el Marqués de Ferrara fue acordado, posteriormente firmado, lacrado y guardado hasta que llegase el doce de Mayo de 1786.  Día en el que Isabela de Laserre con apenas trece años recién cumplidos sería vestida de blanco y entregada en santo matrimonio ante los ojos de Dios a D. Jaques Decrois, Marques de Ferrara.
Desde ese día doce transcurrirían muchos días doce más. Quizás demasiados.
El nacimiento de su cuarto hijo coincidiría en un día doce y aunque esto no le haría olvidar lo desgraciada que era. Sería cierto que, desde ese momento miraría esa cifra, con otros ojos.
Los lechos que calentaba su libertino esposo eran tratados como verdaderas heroicidades entre el populacho más próximo.
Por todos era sabido la Ley del Marqués de Ferrara: una vela encendida en la ventana si el astado esposo hubiese regresado antes de lo esperado.
Isabela haciendo gala de lo gran dama que era y a pesar del dolor sufrido durante años, por los “malos hábitos” que su cónyuge le regaló, jamás lloraría en público, ni delante de su doncella ni con su dulce haya Noé.
Soportaría las habladurías y las miradas compasivas con las que la recibirían en meriendas y reuniones de la alta alcurnia condal, con sonrisas y palabras de agradecimiento hacia los anfitriones.
Un día cinco, de un mes cualquiera, tomaría una decisión: el siguiente día doce pondría fin a tanta tristeza. El inmediato día doce la vida de todos empezaría a cambiar.
El galeno de la región, maestro de Isabela en el ejercicio de las múltiples aplicaciones  que nos ofrecían la botánica y conocedor de la misma como pocos, sería quien la experimentaría en el trato con la mandrágora.
Calcularía con exactitud cuando su flamante esposo, tan sabio cultivador en placeres corporales como gran desconocedor de la flora condal, iniciaría contacto con tan mortífera flor.
Las alucinaciones marcarían el inicio del fin y ella no querría perderse tan “mágico” espectáculo.
Esperaría ocho horas antes de aumentar el contacto. Con dicho incremento las alucinaciones se convertirían en mareos y a continuación vendrían los vómitos. Este sería el momento preciso, para poner en práctica los ejercicios de seducción que durante mucho tiempo estuvo aprendiendo y perfeccionando. Era una frivolidad que ella se permitiría para la ocasión.
Sabiéndose  experta del carácter ególatra de su marido,  aprovecharía para convencerle de que las propiedades de tan bello vegetal eran inmensas. Tan incalculables, que tan solo aumentando su manipulación, acabaría con tanto malestar y tanto sufrimiento en un abrir y cerrar de ojos. No mentiría. No era propio de una dama. No era propio de ella.
Con suma delicadeza prepararía un ungüento que colocaría en frente, espalda y tobillos con la única intención de aliviar o poner fin a tanto dolor. Pronto sus débiles latidos empezarían a disminuir. En poco segundos su fogoso corazón dejaría de latir.
La doncella y el haya Noé, aunque sorprendidas por tanto desconsuelo, no la dejarían sola durante las que serían sus últimas horas de desposada, a excepción, claro está, de los diez minutos que su ama y señora les pediría para despedirse como es debido de su amado esposo.
Desde la sala aledaña, donde se encontrarían los parientes y personal del servicio, se podrían oír los sollozos de la casi inmediata viuda Isabela. Mientras tanto, ella, abrazada al cuerpo, ahora inerte, de su esposo, aprovecharía para cambiarle la cataplasma que en la espalda llevaba. Evitando así cualquier sorpresa de última hora.
Más que Duelo, luto. Luto riguroso sería el que le acompañaría el resto de sus, ya, felices días.
Cada día doce de cada mes Isabela Decrois, viuda del marqués de Ferrara, mandaría encender una vela blanca en cada ventana de la casa. Por si fuesen ciertas las habladurías de púlpito que afirmaban que desde el cielo todo se sabe y todo se ve.
Por si eso fuese cierto, desde el cielo, que no se molestasen en volver.

miércoles, 20 de marzo de 2013

CARPE DIEM (Sònia Llinares)


Si la luz del atardecer se pudiese envasar, Amador Ocaña sería, el mayor coleccionista de crepúsculos jamas conocidos. Pero no, no era así y se conformaba con sentarse, cada tarde, con un buen vino de la zona y un pitillo hasta verle desaparecer por completo, saboreando la última calada mientras contemplaba el cielo teñido, ahora, de ese rojo anaranjado que tanto le gustaba.

Había aprendido mucho de su nonna, su familia materna eran Italianos, pero si algo llevaba gravado a fuego, era la frase que ella siempre le decía: 

Carpe diem, Amador, carpe diem...nunca confíes en el mañana.

El hecho de tener que apagar el cigarrillo, le enfurecía. Eso significaba que el espectáculo había finalizado y debía volver a su vacía, despoblada y aburrida vida. Repleta de medias verdades y de algún que otro coqueteo con los opiáceos de moda desde los tiempos de matusalén.

Durante los escasos quince minutos que duraba, cada día, su despedida del rey astro, nadie le había acompañado jamás. Era su Carpe Diem, suyo y de nadie mas, hasta el momento.

Aquella tarde, mientras paladeaba el segundo sorbo del tinto recién descorchado y siendo nuevamente testigo de como ese color, su color, el que tanto le gustaba, le ganaba terreno al débil y frío azul del cielo, creyó sentir un beso en su mejilla y un susurro que apenas tintineaba en su oído: 

Carpe diem, Amador, carpe diem... nunca confíes en el mañana.

Las lágrimas afloraron en sus ojos sin ser llamadas. La garganta se le cerró sin permiso. Aun así, siendo totalmente consciente de lo que acababa de ocurrir, no se movió, ni se inmutó. Continuó con la mirada puesta en el horizonte y aprovechando el momento. Como su nonna le acababa de susurrar

lunes, 11 de marzo de 2013

¿Es pecado relajarse? (Sonia Linares)

Jesús el vigilante de seguridad desde tiempos inmemoriales abrió la puerta de mi despacho.
         -Srta. Frayle, ¿A estas horas y todavía trabajando?
No sabía la hora que era. Bajé la vista y en la pantalla de mi monitor pude ver las 22:58.
         -Buenas noches Jesús, el tiempo se me ha escapado de las manos, voy a recoger y me voy. Que tenga usted buena guardia.
 Supongo que el bueno de Jesús me daría las buenas noches muy educadamente, como siempre, como era costumbre en él. Yo por mi parte y como era costumbre en mi, volvía a estar inmersa en mis cosas. Esto era un defecto de fábrica, defecto que mis padres se habían encargado de repetírmelo de forma incesante hasta el aburrimiento.
Al llegar a casa eran cerca de las doce, agotada y casi sin fuerzas ni para leer el correo pendiente aún dentro del buzón. Me dirigí directamente al frigorífico, en un diminuto cuenco de cristal transparente puse unas cuantas fresas, compradas el día anterior en uno de los puestos del mercado central, me las llevé conmigo al baño mientras me preparaba un relajante baño que hiciese olvidar el agotador día de reuniones que me esperaba a la mañana siguiente.
Una copa del tempranillo de Carmelo Rodero, la fruta y un cigarrillo encendido, serían la única compañía que me iba a llevar a la bañera para intentar combatir tanto el agotamiento físico como moral que se me había apoderado de mí.
Apenas estaba amaneciendo, pero yo hacia ya un buen rato que no dejaba de dar vueltas en la cama. Un fuerte dolor de cabeza me impedía volver a dormirme.
Fui a la cocina y mientras me calentaba un vaso de leche rebuscaba en el cajón un analgésico que me pudiera aliviar y me ayudase a hacer frente al nuevo día que en apenas unas horas debía de afrontar. Saboreaba la leche con cacao como si de un tesoro en peligro de extinción se tratase y volví a la cama para darle un voto de confianza al comprimido recién ingerido.
Cambié de posición, cambié de almohada, cambié de cama, la confianza se esfumaba por momentos y mi jaqueca persistía. En ese momento tuve ese momento de lucidez, que cuando lo pensamos en frió no sabes ni como hemos sido capaces de pensarlo, pues bien un momento de esos fue el que me hizo marcar el número de teléfono de Víctor, mi asistente.
-Víctor, querido, tengo una jaqueca horrorosa y no podré ir a la oficina. Por favor discúlpame y aplaza todo lo que teníamos previsto para hoy.
-Gracias eres un amor.
Realmente sabia lo afortunada que era de contar con la incondicional ayuda de Víctor. Trabajador nato y competente como pocos.
Me tumbé en la cama y con el edredón casi cubriéndome entera dormité cerca de dos horas. Al despertar el dolor había casi desparecido, quedaba un rescoldo del vacío que me obligaba a moverme con cierta lentitud.
Decididamente no me iba a quedar en casa, abrí el balcón para catar la temperatura que me esperaba en la calle, el día luminoso y la temperatura primaveral me animó a ponerme la falda multicolor y la camisa blanca que tanto me favorecía al escote.
¡¡¡Planes, planes necesitaba planes para hoy!!!!! haría una lista:
       -Ir al cine. (Poco probable).
       -Ir de compras. (Altamente posible).
      -Llamar a mi hermana Irene. (Descartado por monotema: su perfectísimo matrimonio).
       -Salir a pasear. Empezaré por este.
Salí a la calle y bajé la cuesta hasta llegar a la plaza de las fuentes, repleta como siempre de vendedores de loterías y cupones diarios, de abuelos y abuelas ejerciendo su segunda crianza y como no, decenas de voluminosas palomas esperando el descuido de los niños con sus bocadillos, para contribuir a llenar sus abultados buches.
Estaba relajada, me sentía bien y me entraron unas repentinas ganas de encenderme un pitillo. Busque un lugar “semiescondido”, retirado de las curiosas miradas de los  infantes a los que se les enseñaba, muy positivamente, lo perjudicial del tabaco. Detrás de la entrada a los baños encontré el lugar ideal.
Apoyada a una columna encendí el pitillo y saboree la bocanada de humo que estaba preparada para salir de mi boca.
Era una sensación nueva para mí conseguir mantener la mente en blanco, era placentera, no pensaba en nada sólo observaba sin mas… sensacional.
De pronto una lluvia típicamente primaveral dejó en apenas unos segundos la plaza desierta, ni rastro quedaba de los portadores de suerte, ni de nietos y abuelos a los que les molestase mi humo exhalado. Sólo el relajante sonido de la lluvia al llegar al suelo y yo.
         -¿Por favor me da fuego?
Era una voz grave tras de mí.
         -No, por favor no se de la vuelta, es tan hermoso mirarla desde aquí.
Me sentí entre asustada, sorprendida e intrigada. Revolví en mi bolso, saqué el mechero y sin hacer la más mínima intención de volverme se lo di. Intenté volverme a concentrar en la lluvia en verla, en escucharla. No lo conseguí, estaba descentrada, seducida.
Encendió su cigarrillo y noté como el humo me acariciaba el cuello. Me puse alerta a cualquier sonido o movimiento que se produjese tras de mí.
El silencio dejo de ser invisible, la situación era tan excitante…
         -¿Estas segura?
         -Si.
Noté como sus  manos cogían mi cintura y con una suavidad extrema me atrajo hacia él. Las yemas de sus dedos subían  por mis muslos… lentamente como si el temor a romperlos le impidiese apoyar la totalidad de la mano. Noté como mis pechos se endurecían, como mis pezones  se engrandecían y luchaban para librarse del sujetador de algodón blanco que los oprimía.
De repente mi mano se posó sobre la suya y la condujo  a la parte superior de mi escote, dejé caer mi cabeza hacia atrás sobre su hombro para que me inundara de besos, no se hizo esperar y desde el lóbulo de mi oreja hasta mis hombros desnudos sus labios se apoderaron de mi, mientras su mano entreabría mi entrepierna buscando mi húmedo y excitado sexo.
Me quitó el pañuelo del cuello y con él me tapó los ojos, me dio la vuelta y sus labios se apoderaron de los míos sus fuertes brazos cogían mis nalgas y las apretaban hacia si notando su excitación en mi pubis.
Me desabrochaba la blusa mientras con la otra mano jugaba con mis senos, no quedaba ninguna parte de mi que poseyese él.
Me  volvió a dar la vuelta y me hizo gozar como nadie lo había conseguido jamás. Sus manos sabían la posición exacta que me gustaba, como si me conociesen desde siempre y cuando creía que iba a perder el juicio me cogió en alto, me apoyó a la pared y me penetró hasta hacerme enloquecer, me poseyó sin restricciones, sin piedad hasta que ambos cabalgamos el orgasmo a la vez.
Cuando conseguimos controlar la respiración noté un escalofrío que me recorría el cuerpo. Abrí los ojos y la realidad sobresaltó.
El agua de la bañera se había quedado fría, la copa de vino continuaba en el borde de la misma. Ya no lo necesitaba.
Estaba muy relajada