lunes, 11 de marzo de 2013

¿Es pecado relajarse? (Sonia Linares)

Jesús el vigilante de seguridad desde tiempos inmemoriales abrió la puerta de mi despacho.
         -Srta. Frayle, ¿A estas horas y todavía trabajando?
No sabía la hora que era. Bajé la vista y en la pantalla de mi monitor pude ver las 22:58.
         -Buenas noches Jesús, el tiempo se me ha escapado de las manos, voy a recoger y me voy. Que tenga usted buena guardia.
 Supongo que el bueno de Jesús me daría las buenas noches muy educadamente, como siempre, como era costumbre en él. Yo por mi parte y como era costumbre en mi, volvía a estar inmersa en mis cosas. Esto era un defecto de fábrica, defecto que mis padres se habían encargado de repetírmelo de forma incesante hasta el aburrimiento.
Al llegar a casa eran cerca de las doce, agotada y casi sin fuerzas ni para leer el correo pendiente aún dentro del buzón. Me dirigí directamente al frigorífico, en un diminuto cuenco de cristal transparente puse unas cuantas fresas, compradas el día anterior en uno de los puestos del mercado central, me las llevé conmigo al baño mientras me preparaba un relajante baño que hiciese olvidar el agotador día de reuniones que me esperaba a la mañana siguiente.
Una copa del tempranillo de Carmelo Rodero, la fruta y un cigarrillo encendido, serían la única compañía que me iba a llevar a la bañera para intentar combatir tanto el agotamiento físico como moral que se me había apoderado de mí.
Apenas estaba amaneciendo, pero yo hacia ya un buen rato que no dejaba de dar vueltas en la cama. Un fuerte dolor de cabeza me impedía volver a dormirme.
Fui a la cocina y mientras me calentaba un vaso de leche rebuscaba en el cajón un analgésico que me pudiera aliviar y me ayudase a hacer frente al nuevo día que en apenas unas horas debía de afrontar. Saboreaba la leche con cacao como si de un tesoro en peligro de extinción se tratase y volví a la cama para darle un voto de confianza al comprimido recién ingerido.
Cambié de posición, cambié de almohada, cambié de cama, la confianza se esfumaba por momentos y mi jaqueca persistía. En ese momento tuve ese momento de lucidez, que cuando lo pensamos en frió no sabes ni como hemos sido capaces de pensarlo, pues bien un momento de esos fue el que me hizo marcar el número de teléfono de Víctor, mi asistente.
-Víctor, querido, tengo una jaqueca horrorosa y no podré ir a la oficina. Por favor discúlpame y aplaza todo lo que teníamos previsto para hoy.
-Gracias eres un amor.
Realmente sabia lo afortunada que era de contar con la incondicional ayuda de Víctor. Trabajador nato y competente como pocos.
Me tumbé en la cama y con el edredón casi cubriéndome entera dormité cerca de dos horas. Al despertar el dolor había casi desparecido, quedaba un rescoldo del vacío que me obligaba a moverme con cierta lentitud.
Decididamente no me iba a quedar en casa, abrí el balcón para catar la temperatura que me esperaba en la calle, el día luminoso y la temperatura primaveral me animó a ponerme la falda multicolor y la camisa blanca que tanto me favorecía al escote.
¡¡¡Planes, planes necesitaba planes para hoy!!!!! haría una lista:
       -Ir al cine. (Poco probable).
       -Ir de compras. (Altamente posible).
      -Llamar a mi hermana Irene. (Descartado por monotema: su perfectísimo matrimonio).
       -Salir a pasear. Empezaré por este.
Salí a la calle y bajé la cuesta hasta llegar a la plaza de las fuentes, repleta como siempre de vendedores de loterías y cupones diarios, de abuelos y abuelas ejerciendo su segunda crianza y como no, decenas de voluminosas palomas esperando el descuido de los niños con sus bocadillos, para contribuir a llenar sus abultados buches.
Estaba relajada, me sentía bien y me entraron unas repentinas ganas de encenderme un pitillo. Busque un lugar “semiescondido”, retirado de las curiosas miradas de los  infantes a los que se les enseñaba, muy positivamente, lo perjudicial del tabaco. Detrás de la entrada a los baños encontré el lugar ideal.
Apoyada a una columna encendí el pitillo y saboree la bocanada de humo que estaba preparada para salir de mi boca.
Era una sensación nueva para mí conseguir mantener la mente en blanco, era placentera, no pensaba en nada sólo observaba sin mas… sensacional.
De pronto una lluvia típicamente primaveral dejó en apenas unos segundos la plaza desierta, ni rastro quedaba de los portadores de suerte, ni de nietos y abuelos a los que les molestase mi humo exhalado. Sólo el relajante sonido de la lluvia al llegar al suelo y yo.
         -¿Por favor me da fuego?
Era una voz grave tras de mí.
         -No, por favor no se de la vuelta, es tan hermoso mirarla desde aquí.
Me sentí entre asustada, sorprendida e intrigada. Revolví en mi bolso, saqué el mechero y sin hacer la más mínima intención de volverme se lo di. Intenté volverme a concentrar en la lluvia en verla, en escucharla. No lo conseguí, estaba descentrada, seducida.
Encendió su cigarrillo y noté como el humo me acariciaba el cuello. Me puse alerta a cualquier sonido o movimiento que se produjese tras de mí.
El silencio dejo de ser invisible, la situación era tan excitante…
         -¿Estas segura?
         -Si.
Noté como sus  manos cogían mi cintura y con una suavidad extrema me atrajo hacia él. Las yemas de sus dedos subían  por mis muslos… lentamente como si el temor a romperlos le impidiese apoyar la totalidad de la mano. Noté como mis pechos se endurecían, como mis pezones  se engrandecían y luchaban para librarse del sujetador de algodón blanco que los oprimía.
De repente mi mano se posó sobre la suya y la condujo  a la parte superior de mi escote, dejé caer mi cabeza hacia atrás sobre su hombro para que me inundara de besos, no se hizo esperar y desde el lóbulo de mi oreja hasta mis hombros desnudos sus labios se apoderaron de mi, mientras su mano entreabría mi entrepierna buscando mi húmedo y excitado sexo.
Me quitó el pañuelo del cuello y con él me tapó los ojos, me dio la vuelta y sus labios se apoderaron de los míos sus fuertes brazos cogían mis nalgas y las apretaban hacia si notando su excitación en mi pubis.
Me desabrochaba la blusa mientras con la otra mano jugaba con mis senos, no quedaba ninguna parte de mi que poseyese él.
Me  volvió a dar la vuelta y me hizo gozar como nadie lo había conseguido jamás. Sus manos sabían la posición exacta que me gustaba, como si me conociesen desde siempre y cuando creía que iba a perder el juicio me cogió en alto, me apoyó a la pared y me penetró hasta hacerme enloquecer, me poseyó sin restricciones, sin piedad hasta que ambos cabalgamos el orgasmo a la vez.
Cuando conseguimos controlar la respiración noté un escalofrío que me recorría el cuerpo. Abrí los ojos y la realidad sobresaltó.
El agua de la bañera se había quedado fría, la copa de vino continuaba en el borde de la misma. Ya no lo necesitaba.
Estaba muy relajada

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