Con la
mirada ausente Marcos cruzaba la calle. La noticia de la muerte de su
amigo Fermín le había dejado exhausto. Su mente rebobinó rápido:
Fermín,
Adela, Lola y Marcos eran amigos desde la infancia, amigos de barrio, de
portal de grito a mediodía y de mendrugos de pan sobre la mesa.
Los tiempos duros y de verdadera necesidad para sus padres ellos los combatían con secretos, travesuras, juegos y risas.
Ajenos a las
miserias de sus familias los días para ellos transcurrían rápido tan
rápido que los doce años llegaron sin apenas enterarse y con ellos las
obligaciones para con sus familias. El deber les quitaban tiempo de
juegos y de reuniones aunque no por ello dejaron de hacerlo.
A Lola, su
padre, viudo reciente y amigo del juego y del mal vivir, la envió con
una tía suya que tenia en la ciudad para que la colocara en casa de
algún ciudadano de postín.
Poco a poco nuestro contacto con ella fue desapareciendo hasta convertirse en sutil, efímero, nulo.
Años
después, por casualidades del destino, nos llegaron noticias de que su
tía Consuelo le había buscado un buen mozo para casarla. Mozo que cuando
se le acabó pasión por la juventud y la belleza de su cuerpo, lo
buscaba en otros lares y cuando llegaba a casa apestando a vino de
tugurio barato cambiaba besos por puñetazos y caricias por patadas. Una
de esas “carantoñas” fue la que le quitó el aliento una madrugada de
invierno.
Era como mínimo curioso ver como la vida les aguardó el mismo destino a la madre y a la hija.
Mientras, en el pueblo Adela y Fermín pronto empezaron a mirarse con otros ojos, de otra manera.
En sus ojos
se vislumbraba la pasión, muchos éramos los que desde siempre creímos
que el amor nació con ellos, el mismo día en que ellos se miraron dando
sus primeros pasos en aquellas calles enfangadas, ese día su destino se
cruzó.
Marcos fue
durante meses el acompañante fugaz, el que estaba al inicio y al final
de la tarde, era el gancho perfecto que hacía que sus respectivas
familias siguieran viviendo en el más absoluto desconocimiento de aquel
amor.
Con
dieciséis años recién cumplidos Fermín le echó valor y le pidió al Sr.
Jesús permiso para salir a pasear los domingos, a las cinco, con su hija
Adela por el parque.
Aunque esos
dos cuerpos adolescentes estaban cansados de fundirse, de alearse el uno
en el otro desde ese momento los dos decidieron hacer las cosas “bien”.
De este modo
fue como Dña. Amalia, abuela materna de Adela paso a ser la fiel y muda
carabina de la pareja los domingos en el parque.
Con el paso
del tiempo y los andares cansados de Don Jesús, Fermín pasó de ser un
simple ayudante a regentar el negocio familiar de ultramarinos, mientras
su joven esposa andaba ocupada con la crianza y educación de la pequeña
Adelita y de Oriol el benjamín de la casa que obtuvo su nombre en honor
al padre de Fermín, muerto por tifus unos meses antes de que este
naciera.
En las
conversaciones nocturnas del joven matrimonio recordaban sus tiempos
mozos y no podía faltar en sus charlas su ya difunta amiga Lola, lo
cruel que fue el destino con ella, y con su familia. Después para no
retirarse a la alcoba con ese mal sabor de boca acababan hablando de sus
hijos, de ellos, de la vida, de lo mucho que se amaban y de lo
afortunados que eran.
El tiempo
pasaba rápido, como si hubiese hecho un pacto con el diablo y llegó el
día en que el pequeño Oriol, sin ellos darse cuenta, se había convertido
en mozo. Empezó a querer saber más del negocio familiar y pasaba horas
fisgoneando el funcionamiento del mismo y haciendo sus primeros pinitos
como empleado. En apenas unos meses Fermín pasó de estar casi todo el
día ocupándose del establecimiento a darle confianza y alas a su hijo.
El aun joven
matrimonio tan falto de tiempo para caricias, besos y otros quehaceres
del amor no tardó en aprovechar la oportunidad que les había brindado la
vida.
Marcos tomo
la decisión equivocada cuando decidió montar un taller mecánico en una
ciudad una cercana que no le supo acoger. Desde entonces había estado
dando tumbos de trabajo en trabajo, mientras el alcohol le consumía la
vida y las entrañas.
Fermín le había demostrado que entre ellos la distancia no existía que su casa y su negocio siempre estarían ahí para él.
Marcos fue
incapaz de dos cosas, no se si por vergüenza o por amor propio, nunca
admitió su fracaso y jamás volvió a su pueblo de procedencia.
La madame de
un burdel de poca recomendación, en el que había invertido durante años
el jornal de sus escasos trabajos y más por compasión que por otra cosa
le daba cobijo y alimento a cambio de pequeños trabajos de mantenimiento del local.
Acostumbrado
a pequeñas argucias que le ayudaran a malvivir, aprovechaba cualquier
descuido de la dueña para utilizar el teléfono de la recepción y hablar
con su buen amigo Fermín.
Las
conversaciones telefónicas, durante mucho tiempo se repitieron sin que
Fermín le demostrara jamás que sabía que le estaba mintiendo. Marcos le
gustaba hablar de los beneficios que le estaba dando su último trabajo
en una conservera de Bilbao, lo mucho que tenia que viajar…
Lo que Marcos ignoraba era la pregunta de Adela:
-¿Fermín, como lo has notado hoy?
Fermín contestaba:
- Como siempre, Adela como siempre. El orgullo no le deja pedir ayuda.
En ese mismo
mostrador en el que se sentía libre cuando hablaba con su amigo Fermín y
durante un espacio pequeño de tiempo Marcos era lo que quisiera ser.
En ese mismo
“maderucho” medio carcomido y mal tapizado con terciopelo rojo de
tercera. Fue donde la voz de Oriol le comunicó la desgraciada noticia de
la muerte de su amigo del alma.
Con la calle
y los transeúntes que por ella andaban en la hora del ángelus como
únicos testigos. Marcos sintió como ahogaba como se desgarraba algo en
lo mas profundo de su ser.
Su mente
ahora lúcida, quizás por el dolor quizás por la pena que sentía le
mostró cual había sido su error, ahora ya irreparable; jamás le había
dicho a su amigo: Te quiero.
Con la mirada ausente Marcos cruzó la calle. La noticia de la muerte de su amigo Fermín le había dejado exhausto.
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