Si la luz del atardecer se pudiese
envasar, Amador Ocaña sería, el mayor coleccionista de crepúsculos jamas
conocidos. Pero no, no era así y se conformaba con sentarse, cada tarde, con un
buen vino de la zona y un pitillo hasta verle desaparecer por completo,
saboreando la última calada mientras contemplaba el cielo teñido, ahora, de ese
rojo anaranjado que tanto le gustaba.
Había aprendido mucho de su nonna, su
familia materna eran Italianos, pero si algo llevaba gravado a fuego, era la
frase que ella siempre le decía:
Carpe diem,
Amador, carpe diem...nunca confíes en el mañana.
El hecho de tener que apagar el
cigarrillo, le enfurecía. Eso significaba que el espectáculo había finalizado y
debía volver a su vacía, despoblada y aburrida vida. Repleta de medias verdades
y de algún que otro coqueteo con los opiáceos de moda desde los tiempos de
matusalén.
Durante los escasos quince minutos que
duraba, cada día, su despedida del rey astro, nadie le había acompañado jamás.
Era su Carpe Diem, suyo y de nadie mas, hasta el momento.
Aquella tarde, mientras paladeaba el
segundo sorbo del tinto recién descorchado y siendo nuevamente testigo de como
ese color, su color, el que tanto le gustaba, le ganaba terreno al débil y frío
azul del cielo, creyó sentir un beso en su mejilla y un susurro que apenas
tintineaba en su oído:
Carpe diem, Amador, carpe diem... nunca confíes en el mañana.
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