martes, 2 de abril de 2013

La ley del Talion (Sònia LLinares)

Isabela de Laserre viuda de Decrois, como hija de buena y noble familia que era, jamás se habría atrevido a alzarle la voz, ni siquiera a llevarle la contraria, a su degenerado y autoritario esposo. Pero ahora, sonreía.
Con apenas cuatro años de edad su matrimonio con el Marqués de Ferrara fue acordado, posteriormente firmado, lacrado y guardado hasta que llegase el doce de Mayo de 1786.  Día en el que Isabela de Laserre con apenas trece años recién cumplidos sería vestida de blanco y entregada en santo matrimonio ante los ojos de Dios a D. Jaques Decrois, Marques de Ferrara.
Desde ese día doce transcurrirían muchos días doce más. Quizás demasiados.
El nacimiento de su cuarto hijo coincidiría en un día doce y aunque esto no le haría olvidar lo desgraciada que era. Sería cierto que, desde ese momento miraría esa cifra, con otros ojos.
Los lechos que calentaba su libertino esposo eran tratados como verdaderas heroicidades entre el populacho más próximo.
Por todos era sabido la Ley del Marqués de Ferrara: una vela encendida en la ventana si el astado esposo hubiese regresado antes de lo esperado.
Isabela haciendo gala de lo gran dama que era y a pesar del dolor sufrido durante años, por los “malos hábitos” que su cónyuge le regaló, jamás lloraría en público, ni delante de su doncella ni con su dulce haya Noé.
Soportaría las habladurías y las miradas compasivas con las que la recibirían en meriendas y reuniones de la alta alcurnia condal, con sonrisas y palabras de agradecimiento hacia los anfitriones.
Un día cinco, de un mes cualquiera, tomaría una decisión: el siguiente día doce pondría fin a tanta tristeza. El inmediato día doce la vida de todos empezaría a cambiar.
El galeno de la región, maestro de Isabela en el ejercicio de las múltiples aplicaciones  que nos ofrecían la botánica y conocedor de la misma como pocos, sería quien la experimentaría en el trato con la mandrágora.
Calcularía con exactitud cuando su flamante esposo, tan sabio cultivador en placeres corporales como gran desconocedor de la flora condal, iniciaría contacto con tan mortífera flor.
Las alucinaciones marcarían el inicio del fin y ella no querría perderse tan “mágico” espectáculo.
Esperaría ocho horas antes de aumentar el contacto. Con dicho incremento las alucinaciones se convertirían en mareos y a continuación vendrían los vómitos. Este sería el momento preciso, para poner en práctica los ejercicios de seducción que durante mucho tiempo estuvo aprendiendo y perfeccionando. Era una frivolidad que ella se permitiría para la ocasión.
Sabiéndose  experta del carácter ególatra de su marido,  aprovecharía para convencerle de que las propiedades de tan bello vegetal eran inmensas. Tan incalculables, que tan solo aumentando su manipulación, acabaría con tanto malestar y tanto sufrimiento en un abrir y cerrar de ojos. No mentiría. No era propio de una dama. No era propio de ella.
Con suma delicadeza prepararía un ungüento que colocaría en frente, espalda y tobillos con la única intención de aliviar o poner fin a tanto dolor. Pronto sus débiles latidos empezarían a disminuir. En poco segundos su fogoso corazón dejaría de latir.
La doncella y el haya Noé, aunque sorprendidas por tanto desconsuelo, no la dejarían sola durante las que serían sus últimas horas de desposada, a excepción, claro está, de los diez minutos que su ama y señora les pediría para despedirse como es debido de su amado esposo.
Desde la sala aledaña, donde se encontrarían los parientes y personal del servicio, se podrían oír los sollozos de la casi inmediata viuda Isabela. Mientras tanto, ella, abrazada al cuerpo, ahora inerte, de su esposo, aprovecharía para cambiarle la cataplasma que en la espalda llevaba. Evitando así cualquier sorpresa de última hora.
Más que Duelo, luto. Luto riguroso sería el que le acompañaría el resto de sus, ya, felices días.
Cada día doce de cada mes Isabela Decrois, viuda del marqués de Ferrara, mandaría encender una vela blanca en cada ventana de la casa. Por si fuesen ciertas las habladurías de púlpito que afirmaban que desde el cielo todo se sabe y todo se ve.
Por si eso fuese cierto, desde el cielo, que no se molestasen en volver.

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