Isabela de
Laserre viuda de Decrois, como hija de buena y noble familia que era,
jamás se habría atrevido a alzarle la voz, ni siquiera a llevarle la
contraria, a su degenerado y autoritario esposo. Pero ahora, sonreía.
Con
apenas cuatro años de edad su matrimonio con el Marqués de Ferrara fue
acordado, posteriormente firmado, lacrado y guardado hasta que llegase
el doce de Mayo de 1786. Día en el que Isabela de Laserre con apenas
trece años recién cumplidos sería vestida de blanco y entregada en santo
matrimonio ante los ojos de Dios a D. Jaques Decrois, Marques de
Ferrara.
Desde ese día doce transcurrirían muchos días doce más. Quizás demasiados.
El
nacimiento de su cuarto hijo coincidiría en un día doce y aunque esto no
le haría olvidar lo desgraciada que era. Sería cierto que, desde ese
momento miraría esa cifra, con otros ojos.
Los lechos que calentaba su libertino esposo eran tratados como verdaderas heroicidades entre el populacho más próximo.
Por todos
era sabido la Ley del Marqués de Ferrara: una vela encendida en la
ventana si el astado esposo hubiese regresado antes de lo esperado.
Isabela
haciendo gala de lo gran dama que era y a pesar del dolor sufrido
durante años, por los “malos hábitos” que su cónyuge le regaló, jamás
lloraría en público, ni delante de su doncella ni con su dulce haya Noé.
Soportaría
las habladurías y las miradas compasivas con las que la recibirían en
meriendas y reuniones de la alta alcurnia condal, con sonrisas y
palabras de agradecimiento hacia los anfitriones.
Un
día cinco, de un mes cualquiera, tomaría una decisión: el siguiente día
doce pondría fin a tanta tristeza. El inmediato día doce la vida de
todos empezaría a cambiar.
El
galeno de la región, maestro de Isabela en el ejercicio de las
múltiples aplicaciones que nos ofrecían la botánica y conocedor de la
misma como pocos, sería quien la experimentaría en el trato con la
mandrágora.
Calcularía
con exactitud cuando su flamante esposo, tan sabio cultivador en
placeres corporales como gran desconocedor de la flora condal, iniciaría
contacto con tan mortífera flor.
Las alucinaciones marcarían el inicio del fin y ella no querría perderse tan “mágico” espectáculo.
Esperaría
ocho horas antes de aumentar el contacto. Con dicho incremento las
alucinaciones se convertirían en mareos y a continuación vendrían los
vómitos. Este sería el momento preciso, para poner en práctica los
ejercicios de seducción que durante mucho tiempo estuvo aprendiendo y
perfeccionando. Era una frivolidad que ella se permitiría para la
ocasión.
Sabiéndose experta
del carácter ególatra de su marido, aprovecharía para convencerle de
que las propiedades de tan bello vegetal eran inmensas. Tan
incalculables, que tan solo aumentando su manipulación, acabaría con
tanto malestar y tanto sufrimiento en un abrir y cerrar de ojos. No
mentiría. No era propio de una dama. No era propio de ella.
Con
suma delicadeza prepararía un ungüento que colocaría en frente, espalda
y tobillos con la única intención de aliviar o poner fin a tanto dolor.
Pronto sus débiles latidos empezarían a disminuir. En poco segundos su
fogoso corazón dejaría de latir.
La
doncella y el haya Noé, aunque sorprendidas por tanto desconsuelo, no
la dejarían sola durante las que serían sus últimas horas de desposada, a
excepción, claro está, de los diez minutos que su ama y señora les
pediría para despedirse como es debido de su amado esposo.
Desde
la sala aledaña, donde se encontrarían los parientes y personal del
servicio, se podrían oír los sollozos de la casi inmediata viuda
Isabela. Mientras tanto, ella, abrazada al cuerpo, ahora inerte, de su
esposo, aprovecharía para cambiarle la cataplasma que en la espalda
llevaba. Evitando así cualquier sorpresa de última hora.
Más que Duelo, luto. Luto riguroso sería el que le acompañaría el resto de sus, ya, felices días.
Cada
día doce de cada mes Isabela Decrois, viuda del marqués de Ferrara,
mandaría encender una vela blanca en cada ventana de la casa. Por si
fuesen ciertas las habladurías de púlpito que afirmaban que desde el
cielo todo se sabe y todo se ve.
Por si eso fuese cierto, desde el cielo, que no se molestasen en volver.
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