miércoles, 20 de marzo de 2013

CARPE DIEM (Sònia Llinares)


Si la luz del atardecer se pudiese envasar, Amador Ocaña sería, el mayor coleccionista de crepúsculos jamas conocidos. Pero no, no era así y se conformaba con sentarse, cada tarde, con un buen vino de la zona y un pitillo hasta verle desaparecer por completo, saboreando la última calada mientras contemplaba el cielo teñido, ahora, de ese rojo anaranjado que tanto le gustaba.

Había aprendido mucho de su nonna, su familia materna eran Italianos, pero si algo llevaba gravado a fuego, era la frase que ella siempre le decía: 

Carpe diem, Amador, carpe diem...nunca confíes en el mañana.

El hecho de tener que apagar el cigarrillo, le enfurecía. Eso significaba que el espectáculo había finalizado y debía volver a su vacía, despoblada y aburrida vida. Repleta de medias verdades y de algún que otro coqueteo con los opiáceos de moda desde los tiempos de matusalén.

Durante los escasos quince minutos que duraba, cada día, su despedida del rey astro, nadie le había acompañado jamás. Era su Carpe Diem, suyo y de nadie mas, hasta el momento.

Aquella tarde, mientras paladeaba el segundo sorbo del tinto recién descorchado y siendo nuevamente testigo de como ese color, su color, el que tanto le gustaba, le ganaba terreno al débil y frío azul del cielo, creyó sentir un beso en su mejilla y un susurro que apenas tintineaba en su oído: 

Carpe diem, Amador, carpe diem... nunca confíes en el mañana.

Las lágrimas afloraron en sus ojos sin ser llamadas. La garganta se le cerró sin permiso. Aun así, siendo totalmente consciente de lo que acababa de ocurrir, no se movió, ni se inmutó. Continuó con la mirada puesta en el horizonte y aprovechando el momento. Como su nonna le acababa de susurrar

lunes, 11 de marzo de 2013

¿Es pecado relajarse? (Sonia Linares)

Jesús el vigilante de seguridad desde tiempos inmemoriales abrió la puerta de mi despacho.
         -Srta. Frayle, ¿A estas horas y todavía trabajando?
No sabía la hora que era. Bajé la vista y en la pantalla de mi monitor pude ver las 22:58.
         -Buenas noches Jesús, el tiempo se me ha escapado de las manos, voy a recoger y me voy. Que tenga usted buena guardia.
 Supongo que el bueno de Jesús me daría las buenas noches muy educadamente, como siempre, como era costumbre en él. Yo por mi parte y como era costumbre en mi, volvía a estar inmersa en mis cosas. Esto era un defecto de fábrica, defecto que mis padres se habían encargado de repetírmelo de forma incesante hasta el aburrimiento.
Al llegar a casa eran cerca de las doce, agotada y casi sin fuerzas ni para leer el correo pendiente aún dentro del buzón. Me dirigí directamente al frigorífico, en un diminuto cuenco de cristal transparente puse unas cuantas fresas, compradas el día anterior en uno de los puestos del mercado central, me las llevé conmigo al baño mientras me preparaba un relajante baño que hiciese olvidar el agotador día de reuniones que me esperaba a la mañana siguiente.
Una copa del tempranillo de Carmelo Rodero, la fruta y un cigarrillo encendido, serían la única compañía que me iba a llevar a la bañera para intentar combatir tanto el agotamiento físico como moral que se me había apoderado de mí.
Apenas estaba amaneciendo, pero yo hacia ya un buen rato que no dejaba de dar vueltas en la cama. Un fuerte dolor de cabeza me impedía volver a dormirme.
Fui a la cocina y mientras me calentaba un vaso de leche rebuscaba en el cajón un analgésico que me pudiera aliviar y me ayudase a hacer frente al nuevo día que en apenas unas horas debía de afrontar. Saboreaba la leche con cacao como si de un tesoro en peligro de extinción se tratase y volví a la cama para darle un voto de confianza al comprimido recién ingerido.
Cambié de posición, cambié de almohada, cambié de cama, la confianza se esfumaba por momentos y mi jaqueca persistía. En ese momento tuve ese momento de lucidez, que cuando lo pensamos en frió no sabes ni como hemos sido capaces de pensarlo, pues bien un momento de esos fue el que me hizo marcar el número de teléfono de Víctor, mi asistente.
-Víctor, querido, tengo una jaqueca horrorosa y no podré ir a la oficina. Por favor discúlpame y aplaza todo lo que teníamos previsto para hoy.
-Gracias eres un amor.
Realmente sabia lo afortunada que era de contar con la incondicional ayuda de Víctor. Trabajador nato y competente como pocos.
Me tumbé en la cama y con el edredón casi cubriéndome entera dormité cerca de dos horas. Al despertar el dolor había casi desparecido, quedaba un rescoldo del vacío que me obligaba a moverme con cierta lentitud.
Decididamente no me iba a quedar en casa, abrí el balcón para catar la temperatura que me esperaba en la calle, el día luminoso y la temperatura primaveral me animó a ponerme la falda multicolor y la camisa blanca que tanto me favorecía al escote.
¡¡¡Planes, planes necesitaba planes para hoy!!!!! haría una lista:
       -Ir al cine. (Poco probable).
       -Ir de compras. (Altamente posible).
      -Llamar a mi hermana Irene. (Descartado por monotema: su perfectísimo matrimonio).
       -Salir a pasear. Empezaré por este.
Salí a la calle y bajé la cuesta hasta llegar a la plaza de las fuentes, repleta como siempre de vendedores de loterías y cupones diarios, de abuelos y abuelas ejerciendo su segunda crianza y como no, decenas de voluminosas palomas esperando el descuido de los niños con sus bocadillos, para contribuir a llenar sus abultados buches.
Estaba relajada, me sentía bien y me entraron unas repentinas ganas de encenderme un pitillo. Busque un lugar “semiescondido”, retirado de las curiosas miradas de los  infantes a los que se les enseñaba, muy positivamente, lo perjudicial del tabaco. Detrás de la entrada a los baños encontré el lugar ideal.
Apoyada a una columna encendí el pitillo y saboree la bocanada de humo que estaba preparada para salir de mi boca.
Era una sensación nueva para mí conseguir mantener la mente en blanco, era placentera, no pensaba en nada sólo observaba sin mas… sensacional.
De pronto una lluvia típicamente primaveral dejó en apenas unos segundos la plaza desierta, ni rastro quedaba de los portadores de suerte, ni de nietos y abuelos a los que les molestase mi humo exhalado. Sólo el relajante sonido de la lluvia al llegar al suelo y yo.
         -¿Por favor me da fuego?
Era una voz grave tras de mí.
         -No, por favor no se de la vuelta, es tan hermoso mirarla desde aquí.
Me sentí entre asustada, sorprendida e intrigada. Revolví en mi bolso, saqué el mechero y sin hacer la más mínima intención de volverme se lo di. Intenté volverme a concentrar en la lluvia en verla, en escucharla. No lo conseguí, estaba descentrada, seducida.
Encendió su cigarrillo y noté como el humo me acariciaba el cuello. Me puse alerta a cualquier sonido o movimiento que se produjese tras de mí.
El silencio dejo de ser invisible, la situación era tan excitante…
         -¿Estas segura?
         -Si.
Noté como sus  manos cogían mi cintura y con una suavidad extrema me atrajo hacia él. Las yemas de sus dedos subían  por mis muslos… lentamente como si el temor a romperlos le impidiese apoyar la totalidad de la mano. Noté como mis pechos se endurecían, como mis pezones  se engrandecían y luchaban para librarse del sujetador de algodón blanco que los oprimía.
De repente mi mano se posó sobre la suya y la condujo  a la parte superior de mi escote, dejé caer mi cabeza hacia atrás sobre su hombro para que me inundara de besos, no se hizo esperar y desde el lóbulo de mi oreja hasta mis hombros desnudos sus labios se apoderaron de mi, mientras su mano entreabría mi entrepierna buscando mi húmedo y excitado sexo.
Me quitó el pañuelo del cuello y con él me tapó los ojos, me dio la vuelta y sus labios se apoderaron de los míos sus fuertes brazos cogían mis nalgas y las apretaban hacia si notando su excitación en mi pubis.
Me desabrochaba la blusa mientras con la otra mano jugaba con mis senos, no quedaba ninguna parte de mi que poseyese él.
Me  volvió a dar la vuelta y me hizo gozar como nadie lo había conseguido jamás. Sus manos sabían la posición exacta que me gustaba, como si me conociesen desde siempre y cuando creía que iba a perder el juicio me cogió en alto, me apoyó a la pared y me penetró hasta hacerme enloquecer, me poseyó sin restricciones, sin piedad hasta que ambos cabalgamos el orgasmo a la vez.
Cuando conseguimos controlar la respiración noté un escalofrío que me recorría el cuerpo. Abrí los ojos y la realidad sobresaltó.
El agua de la bañera se había quedado fría, la copa de vino continuaba en el borde de la misma. Ya no lo necesitaba.
Estaba muy relajada

Un error… irreparable. (Sònia Llinares)

Con la mirada ausente Marcos cruzaba la calle. La noticia de la muerte de su amigo Fermín le había dejado exhausto. Su mente rebobinó rápido:
Fermín, Adela, Lola y Marcos eran amigos desde la infancia, amigos de barrio, de portal  de grito a mediodía y de mendrugos de pan sobre la mesa.
Los tiempos duros y de verdadera necesidad para sus padres ellos los combatían con secretos, travesuras, juegos y risas.
Ajenos a las miserias de sus familias los días para ellos transcurrían rápido tan rápido que los doce años llegaron sin apenas enterarse y con ellos las obligaciones para con sus familias. El deber les quitaban tiempo de juegos y de reuniones aunque no por ello dejaron de hacerlo.
A Lola, su padre, viudo reciente y amigo del juego y del mal vivir, la envió con una tía suya que tenia en la ciudad  para que la colocara en casa de algún ciudadano de postín.
Poco a poco nuestro contacto con ella fue desapareciendo hasta convertirse en sutil, efímero, nulo.
Años después, por casualidades del destino, nos llegaron noticias de que su tía Consuelo le había buscado un buen mozo para casarla. Mozo que cuando se le acabó pasión por la juventud y la belleza de su cuerpo, lo buscaba en otros lares y cuando llegaba a casa apestando a vino de tugurio barato cambiaba besos por puñetazos y caricias por patadas. Una de esas “carantoñas” fue la que le quitó el aliento una madrugada de invierno.
Era como mínimo curioso ver como la vida les aguardó el mismo destino a la madre y a la hija.
Mientras, en el pueblo Adela y Fermín pronto empezaron a mirarse con otros ojos, de otra manera.
En sus ojos se vislumbraba la pasión, muchos éramos los que desde siempre creímos que el amor nació con ellos, el mismo día en que ellos se miraron dando sus primeros pasos en aquellas calles enfangadas, ese día su destino se cruzó.
Marcos fue durante meses el acompañante fugaz, el que estaba al inicio y al final de la tarde, era el gancho perfecto que hacía que sus respectivas familias siguieran viviendo en el más absoluto desconocimiento de aquel amor.
Con dieciséis años recién cumplidos Fermín le echó valor y le pidió al Sr. Jesús permiso para salir a pasear los domingos, a las cinco, con su hija Adela por el parque.
Aunque esos dos cuerpos adolescentes estaban cansados de fundirse, de alearse el uno en el otro desde ese momento los dos decidieron hacer las cosas “bien”.
De este modo fue como Dña. Amalia, abuela materna de Adela paso a ser la fiel y muda carabina de la pareja los domingos en el parque.
Con el paso del tiempo y los andares cansados de Don Jesús, Fermín pasó de ser un simple ayudante a regentar el negocio familiar de ultramarinos, mientras su joven esposa andaba ocupada con la crianza y educación de la pequeña Adelita y de Oriol el benjamín de la casa que obtuvo su nombre en honor al padre de Fermín, muerto por tifus unos meses antes de que este naciera.
En las conversaciones nocturnas del joven matrimonio recordaban sus tiempos mozos y no podía faltar en sus charlas su ya difunta amiga Lola, lo cruel que fue el destino con ella, y con su familia. Después para no retirarse a la alcoba con ese mal sabor de boca acababan hablando de sus hijos, de ellos, de la vida, de lo mucho que se amaban y de lo afortunados que eran.
El tiempo pasaba rápido, como si hubiese hecho un pacto con el diablo y llegó el día en que el pequeño Oriol, sin ellos darse cuenta, se había convertido en mozo. Empezó a querer saber más del negocio familiar y pasaba horas fisgoneando el funcionamiento del mismo y haciendo sus primeros pinitos como empleado. En apenas unos meses Fermín pasó de estar casi todo el día ocupándose del establecimiento a darle confianza y alas a su hijo.
El aun joven matrimonio tan falto de tiempo para caricias, besos y otros quehaceres del amor no tardó en aprovechar la oportunidad que les había brindado la vida.

Marcos tomo la decisión equivocada cuando decidió montar un taller mecánico en una ciudad una cercana que no le supo acoger. Desde entonces había estado dando tumbos de trabajo en trabajo, mientras el alcohol le consumía la vida y las entrañas.
Fermín le había demostrado que entre ellos la distancia no existía que su casa y su negocio siempre estarían ahí para él.
Marcos fue incapaz  de dos cosas, no se si por vergüenza o por amor propio, nunca admitió su fracaso y jamás volvió a su pueblo de procedencia.
La madame de un burdel de poca recomendación, en el que había invertido durante años el jornal de sus escasos trabajos y más por compasión que por otra cosa le daba cobijo y alimento a cambio de pequeños trabajos de mantenimiento del local.
Acostumbrado a pequeñas argucias que le ayudaran a malvivir, aprovechaba cualquier descuido de la dueña para utilizar el teléfono de la recepción y hablar con su buen amigo Fermín.
Las conversaciones telefónicas, durante mucho tiempo se repitieron sin que Fermín le demostrara jamás que sabía que le estaba mintiendo. Marcos le gustaba hablar de los beneficios que le estaba dando su último trabajo en una conservera de Bilbao, lo mucho que tenia que viajar…
Lo que Marcos ignoraba era la pregunta de Adela:
-¿Fermín, como lo has notado hoy?
Fermín contestaba:
- Como siempre, Adela como siempre. El orgullo no le deja pedir ayuda.
En ese mismo mostrador en el que se sentía libre cuando hablaba con su amigo Fermín y durante un espacio pequeño de tiempo Marcos era lo que quisiera ser.
En ese mismo “maderucho” medio carcomido y mal tapizado con terciopelo rojo de tercera. Fue donde la voz de Oriol le comunicó la desgraciada noticia de la muerte de su amigo del alma.
Con la calle y los transeúntes que por ella andaban en la hora del ángelus como únicos testigos. Marcos sintió como ahogaba como se desgarraba algo en lo mas profundo de su ser.
Su mente ahora lúcida, quizás por el dolor quizás por la pena que sentía le mostró cual había sido su error, ahora ya irreparable; jamás le había dicho a su amigo: Te quiero.
Con la mirada ausente Marcos cruzó la calle. La noticia de la muerte de su amigo Fermín le había dejado exhausto.